Parafraseando a Gabriel García Márquez o, más exactamente, tomando prestado el título de una de sus novelas cortas, voy a contar la increíble y triste historia de la cándida Estrella y su abuela desalmada. En honor a la verdad, ni Estrella era tan cándida como la Eréndira de Gabo ni tampoco la abuela era tan desalmada. Es lo que tiene el realismo mágico que eleva lo narrado a una dimensión que rara vez se alcanza al describir hechos ciertos, objetivos, reales; y es que, lo que voy a contar está, efectivamente, inspirado en hechos que ocurrieron y sus protagonistas personifican, igualmente, la bondad y la maldad de Eréndira y su abuela.
Esta abuela tenía tres nietas de edades parecidas. Beatriz y Begoña eran las hijas de su hijo mayor, un exitoso ingeniero químico que trabajaba en una compañía petrolera, y Estrella, que era hija del hijo menor el cual, en contra de la voluntad de su madre, se había casado con una chica descendiente de libaneses afincados en España a la que conoció cuando ambos estudiaban Ciencias Políticas.
Muchos domingos, las niñas iban a comer a casa de la abuela y se quedaban allí a pasar la tarde. El favoritismo de la abuela hacia Beatriz y Begoña era patente, tanto a la hora de comer, pues las mejores tajadas del pollo y los dulces más delicioso eran para ellas, como en los concursos de dibujo que organizaba para tenerlas calladitas, en los que siempre ganaba Beatriz, o en el diferente reparto de roles cuando las ponía a jugar a maestras, a papás y mamás o a cualquier otra cosa. Incluso, a veces, llevaba al cine sólo a sus nietas mayores argumentando que únicamente le habían regalado tres entradas.
El máximo exponente de este trato desigual se produjo el día que la abuela decidió repartir sus joyas entre sus nietas porque, según decía, Dios iba a llamarla a su seno en breve y quería dejar ese asunto resuelto. Al finalizar la tarde sentó a las tres niñas en el sofá y ella, desde su sillón favorito y sosteniendo una abultada caja, dijo a Estrella que ella no iba a recibir ninguna joya ya que no la podría exhibir con dignidad porque era fea.
Estrella dedujo que la abuela se gustaba mucho a sí misma y que debía verse reflejada en los grandes ojos verdes, el pelo rubio ondulado y el porte altivo de sus dos primas que, desde luego, ella no tenía.
Después de aquello, la abuela decidió que la tarde de su cumpleaños, para la que aún faltaba un mes, iban a dedicarlo a la poesía. Cada niña debía elegir un poema de los estudiados en el colegio, aprendérselo de memoria y recitarlo. También tenían que ir disfrazadas con un atuendo acorde con el tema. Ese sería el regalo de sus nietas.
Cuando por fin llegó el día, la primera en actuar fue Beatriz que apareció embutida en el disfraz de la Elsa de Frozen, con corona y todo, y declamó muy acongojada “La princesa está triste, qué tendrá la princesa, los suspiros se escapan…… etc., etc.
Su actuación fue muy aplaudida y recibió muchos elogios de la abuela.
A continuación Begoña se presentó vestida con un pantalón bombacho, un sombrero de tres picos y un parche en el ojo y recitó “Con diez cañones por banda, viento en popa a toda vela, no corta el mar sino vuela……ete., etc.
La niña también fue felicitada por la abuela.
Cuando apareció Estrella desgreñada y vestida con una bata hecha jirones, la abuela torció el gesto pensando en qué tontería se le podría haber ocurrido.
La niña, trasmutada en Segismundo y mirando a su abuela directamente a los ojos, atacó el soliloquio:
Ay mísera de mi¡ Y ¡ay infelice¡
Saber abuela pretendo ya que me tratas así, qué delito cometí contra ti naciendo.
Aunque si nací, ya entiendo que delito he cometido pues mi delito mayor es haber nacido.
Solo quisiera saber dejando a una parte, abuela, el delito de nacer
qué más te pude ofender para castigarme así.
Y Estrella añadió de su propia cosecha….. Pues ser morena y menuda tan distinta a mis dos primas, no justifica abuelita tu desamor y tu inquina.
La abuela había ido poniéndose roja según avanzaba Estrella en su declamación. Cuando por fin acabó, abrió mucho los ojos como si se fueran a salir de sus orbitas, dio un tremendo alarido, extendió su mano ensortijada hacia su nieta y se desmayó para siempre.
Las niñas estaban horrorizadas, sin moverse y sin saber qué hacer.
Después de unos segundos Beatriz y Begoña salieron escopetadas hacia el teléfono a llamar a sus padres. Solas las dos, Estrella se acercó a su abuela, le tomó la mano, sacó de su dedo corazón el anillo con esa piedra verde que tanto le gustaba, se lo guardó en un bolsillo y salió corriendo hacia donde estaban sus primas.
También ella iba a tener una joya de la abuela.
9 diciembre, 2024
Esperanza Palmero