Es un tema tan controvertido y debatido a lo largo de los tiempos, y es tan relativa la felicidad, que sólo puedo aventurarme a exponer mi particular punto de vista sobre la misma, sin atreverme a definirla, pues no sabría como hacerlo.
Cuando somos muy pequeños lo tenemos bastante claro, basta con satisfacer nuestras necesidades más básicas: comer, dormir, un bañito, una cama calentita y, todo el cariño y mimo de mamá y papá.
Después llega la hora de ir a la guardería y al colegio, ahí se acaba lo bueno: disciplina y madrugones. Ahora aún es peor que antes para estas nuevas generaciones que van a los jardines de infancia, desde apenas cumplidos los tres meses. Hoy en día, nuestros niños ya no tienen derecho ni a ponerse enfermos, que se queden en casa convalecientes es impensable; se le administran antibióticos a punta pala para curarles a toda velocidad porque sus padres no pueden faltar a trabajar. Eso se traduce en que, en sus tres primeros años, van a pasar más catarros, anginas, gastroenteritis, etc. que en toda su vida.
Luego, en la pubertad llega la bien llamada edad del pavo, un pavo bien hermoso; además de espinillas, alguno que otro complejo, manías y rarezas. Ahora sólo somos felices protestando por todo.
Durante la adolescencia nos comemos el mundo con proyectos, y en la juventud nos aturdimos con nuestras primeras relaciones.
Luego corremos a formar pareja y nos damos cuenta de que todo lo que ansiábamos, esa bailarina, actriz, arqueóloga, médico, reportero o astronauta excepcional que íbamos a ser, como no somos de clase privilegiada, poco a poco nos vamos dando cuenta en que nos estamos convirtiendo en personas corrientes y normalitas, que pasan por muchas dificultades para salir adelante.
A veces, abandonamos los estudios por cansancio, los niños nos agotan y necesitamos dormir. Tenemos que reservar fuerzas para realizar esa rutina diaria fundamental para el buen funcionamiento de lo que hemos creado, nuestra unidad familiar. Entonces, cambian las prioridades, los sueños quedan en otro plano, y es cuando empezamos a valorar todo lo que nuestros padres hicieron por nosotros y que nunca nos había parecido suficiente.
Después, aparece la crisis, sobre los cuarenta años más o menos nos llega la hora de querer revelarnos. Cuestionamos a nuestra pareja y hasta, quizás, la culpamos por no habernos dejado realizar nuestros sueños. Ahora, no nos conformamos con lo que tenemos que es mucho, muchísimo: hijos, casa, trabajo y cierta estabilidad que no sabemos apreciar.
Pero, alguna enfermedad o alguna eventualidad que otra nos enseña sus colmillos en algún momento de nuestra vida, y ahí es cuando empezamos a darnos cuenta y a valorar toda la felicidad que tenemos, que es cuantiosa, y de que no hace falta ser un fuera de serie para triunfar en la vida. Es un problema de actitud y no de aptitud.
Más tarde, en plena madurez, nuestro concepto de felicidad se simplifica más que nunca. Nuestro mayor deseo es el bienestar de nuestros hijos, que a estas alturas seguramente serán independientes para vivir sus vidas, y el de nuestra familia. Es cuando más nos necesitan nuestros padres que se van haciendo viejos y, por tanto, más requieren de nuestro apoyo y cariño. Su bienestar nos hace feliz y, supongo que a ellos también les hace feliz el afecto que le dan sus hijos, que es insuficiente en comparación con toda la dedicación y el amor que siempre nos dieron.
Tener nuestras necesidades cubiertas, sentir paz y poder dormir tranquilos es nuestra primera prioridad en esos momentos. Hemos trabajado mucho e intensamente, ya no necesitamos demostrar nada a nadie. Tenemos que seguir en la brecha porque esto es así, aunque pienso que, a estas alturas, ya nosotros hemos cumplido y nos merecemos un merecido respiro. Hay que dejar paso a nuestros jóvenes para que, con fuerzas renovadas, tomen el relevo y sean ellos lo que trabajen ahora y no pasen a engrosar la abultadísima e interminable lista del paro que, lamentablemente, no cesa de crecer.
En esas circunstancias lo que queremos es una pareja que nos abrace hasta quedarnos dormidos, un día de sol, una buena comida y una mano amiga. Descansar, abrigarnos del frío, nuestra música, nuestros libros, nuestras películas favoritas, un viaje ilusionante y, todos aquellos pequeños placeres que nos estimulan y nos hacen dar gracias a Dios cada mañana por estar vivos, y tener todo esto para compartirlo con nuestros seres queridos: familia y amigos, nuestros tesoros más preciados. Esa es la felicidad que debemos envidiar y ambicionar en ese período de nuestras biografías.
Entonces comprendemos que, aunque nuestra vida y nuestra pareja no sean extraordinarios, son auténticos. Nos aceptamos como somos, con todas nuestras virtudes y nuestros defectos, que son muchos en ambos casos. Si la persona que tenemos a nuestro lado es leal y fiel y, sobre todo, nos quiere, eso debe bastarnos, eso no tiene precio.
“Amor, despiértame temprano que quiero junto a ti amanecer… y, estréchame en tus brazos que quiero junto a ti envejecer…”
Cuando por fin aprendemos a valorar las cosas que, efectivamente, dan la felicidad, -me da vértigo pensarlo-, nos puede llegar lo peor… Por eso tenemos que vivir cada día intensamente, cada minuto como sí fuera el último, desechando rencores, envidias y malos sentimientos que sólo sirven para enturbiar nuestro entendimiento. Hay que luchar por ganar esa preciosa paz con nosotros mismos, la que ahora tanto valoramos, aprendiendo a derrochar amor, ese amor tan necesario que engendra todo en la vida.
Dicen que sólo unos pocos privilegiados llegan, que naces con estrella o naces estrellado. Yo sólo aspiro a ser una discreta estrella que intentó alumbrar con su modesta luz y derrochó su amor. Pero es muy difícil, somos humanos y tenemos muchas limitaciones. Somos egoístas y egocéntricos, y tardamos bastante en aprender que esas conductas no sirven para nada e incluso, muchas personas no son capaces de aprender nunca.
¿Quién se acordará de nosotros cuando estemos muertos?, si no dejamos un buen recuerdo y pocos problemas a nuestro alrededor… “Obras son amores”.
Y, sí hablamos de los que no tienen ni lo más básico para sobrevivir y aún sonríen, ¿se puede decir que son felices? Supongo que sí, un pedazo de pan y unas gotas de lluvia son suficientes para muchas personas que no son dichosas por lo que tienen, sino por lo poco que necesitan, sus hermosas sonrisas les delatan.
En consecuencia, pienso que la felicidad es el grado de satisfacción con el que has vivido tu vida de acuerdo con tu conciencia. Por otro lado, no se puede ser feliz siempre, pues no seríamos capaces de apreciarlo. Y, me reitero en el tópico: “no es más feliz el que todo lo tiene sino el que menos necesita”. Una sabia lección, aprenderla es sólo cuestión de tiempo. El que no la aprende nunca será feliz, porque nunca podrá estar satisfecho.
Y, poder escribir y expresar lo que siento, aparte de apasionarme… ¡me hace inmensamente feliz!
26 abril, 2019
Ana María Pantoja Blanco
Bellísimo texto literario, hay tantas cosas que agradecer y disfrutar en cada etapa de la vida, que puede ser un hermoso arco iris, según los colores que elijas. Bellas letras, para reflexionar.
Para mi la felicidad es como una canción que un día escribí.
Busques donde busques no encontrarás amor tan verdadero que Dios te da.
Y será el único que nos puede guiar a encontrar el camino a la felicidad que nadie puede comprar.
Cosas que no puedes comprar y son gratis, el amor de tu familia, contemplar la naturaleza, los buenos recuerdos, la belleza de la música y todos los artes. Ver crecer a tus hijos. Reír, cantar, danzar, amar, te harán feliz.
Ni el dinero, ni el poder, ni la fama te harán feliz . Por estos alto precio hay que pagar.
Para mí la felicidad es estar en paz conmigo mismo, dormir tranquilo y tener una compañera a quien amar, lo demás es superfluo. Claro que el dinero es necesario y trabajar para vivir también lo es, pero no vivir sólo para trabajar, hay que parar para disfrutar de las cosas bellas y sencillas de la vida que son las que, a la larga, te pueden dar más satisfacción.
Muy cierto… ¡muchas gracias amigos por vuestros comentarios!