Lucía, subía cargada con las bolsas de la compra la empinada cuesta camino de su casa. Lo hacía a diario, pero ya notaba el paso inevitable de los años. ¡Había trabajado tanto toda su vida!… ya no estaba tan ágil como antes, tenía algunos achaques y, ese veinte de julio hacía demasiado calor.
Llegó a casa extenuada, casi sin aliento, con las piernas tan hinchadas que le pesaban como el plomo. Dejó la compra en la cocina y, se refrescó un poco para calmar la fatiga y el sofoco. Bebió un trago de agua y cayó desplomada en el sillón.
-Dentro de poco ya no tendría que trabajar tanto -pensó-, su hijo la ayudaría. Para entonces, podría disponer de mucho más tiempo para descansar. Estos pensamientos la animaron y tras relajarse un momento, siguió con sus múltiples quehaceres cotidianos.
Desde muy jovencita había estado trabajando, nunca había conocido otra clase de vida más que el esfuerzo y la privación. Nadie le regaló nada, lo poco o lo mucho que tenía lo había conseguido sola. Nunca se había casado, no tuvo tiempo.
En otra época, cuando era hermosa y joven, había tenido un desliz con el hijo de unos señores de San Sebastián. Con ellos servía como criada desde que era casi una niña, unos lejanos tíos suyos la colocaron allí cuando se quedó huérfana. Una maldita neumonía mató a sus padres, se los llevó a los dos. Y, desgraciadamente, Lucía no tenía a nadie más.
Por pura ignorancia y dada su ingenuidad, a los diecisiete años se quedó embarazada. No quisieron saber nada del bebé, ¡faltaría más! El hijo primogénito de una buena familia relacionado con una chica de su condición, era impensable. ¡Qué atrocidad!
Como única recompensa fue despedida y, además, tuvo que apechugar sola con el niño. Pero, a pesar de la ignominia y el desamparo, nunca se había arrepentido de su desdicha ya que su hijo era su mayor tesoro.
La belleza y la lozanía le duraron poco. Tuvo que trabajar a destajo para salir adelante. Pese a todo, a ese niño nunca le faltó nada, la mujer vivía sólo para él. Ella no importaba, no se quejaba, no se encogía. El labrarle a su hijo un brillante porvenir era su única meta.
Con mucho sacrificio consiguió llevarle a un buen colegio y darle la mejor educación. Andrés no parecía el hijo de una modesta asistenta.
Lucía nunca tuvo vacaciones. El dinero extra que conseguía ahorrar era para que su hijo pudiera ir a campamentos de verano, a esquiar en invierno y, más tarde, en la adolescencia, al extranjero a perfeccionar su inglés. Estaba consiguiendo que él tuviera un nivel de preparación inusual en las personas de su clase social. Mientras que su hijo se formaba, ella se deformaba.
Lo único que no podía dedicarle era tiempo, ya que su jornada era de sol a sol, apenas descansaba. Aprovechaba los largos trayectos en transporte público, -que utilizaba para ir a las casas donde asistía y al despacho de abogados que limpiaba cada día-, para dar alguna cabezada.
Su hijo, por fin, acabó sus estudios. Había conseguido terminar brillantemente la carrera de Derecho, -menos mal que siempre había sido un buen estudiante, eso sí-.
Por aquel entonces, la relación del hijo con su madre se limitaba a exigirle la comida, la ropa limpia y todo el dinero que le pudiera sacar. Nunca la había hecho un regalo, ni por su santo, ni por su cumpleaños, ni por el día de la madre. Nunca había tenido un detalle con ella. Sin embargo Lucía, cuando se acercaba el aniversario del nacimiento de su hijo, siempre le tenía preparada alguna agradable sorpresa que él apenas le agradecía, pues Andrés pertenecía a otro mundo.
Al poco tiempo, Lucía habló con los abogados del bufete donde limpiaba desde hacía varios años y se atrevió a pedirles un empleo para su hijo. El historial del muchacho era excelente, también tenía una magnífica presencia y una esmeradísima educación. Así que, después de una breve entrevista, y dado que ser el hijo de una persona tan honrada como ella le avalaba, el resultado fue que lo contrataron enseguida.
Algunos meses después de conseguirle el trabajo, cuando lo consideró oportuno, Lucía habló con su hijo: “ahora que ganas algún dinero podrías ayudarme a pagar los gastos de la casa, yo no puedo con todo -le dijo-. A regañadientes, Andrés le iba entregando todos los meses algo de dinero a su madre. Así pasó algún tiempo…
Un día el joven llegó a su casa muy enfadado. A saber que le ocurriría, pues apenas hablaba con su madre. Cuando estaba así, sólo demostrada malos modales y no daba ninguna explicación, -se preguntarán ahora dónde dejaba aparcada su esmerada y exquisita educación-. La madre preocupada callaba, intentando comprender lo incomprensible.
-Mamá, sabes lo que he pensado, que no voy a darte más dinero, no me llega para mis gastos. ¿Es que no puedes apañarte sola?
La mujer se quedó estupefacta, descolocada por el descaro. Nunca hubiera esperado eso de su hijo al que con tanta generosidad y desinterés le había dado todo. Se disgustó mucho y no pudo evitar romper a llorar.
A Andrés la escena no le conmovió en absoluto, pensaba que tenía razón, no tenía por qué darle nada, lo había ganado él con su trabajo. Entonces, al ver su indiferencia, la mujer se levantó indignada y fue a buscar algo que guardaba en el cajón de la cómoda de su habitación. –Ten, -le dijo-, es una libreta de ahorros que puse a tu nombre, nunca he gastado ni una sola peseta tuya, lo reservaba por sí algún día lo necesitabas. Toma, es tuyo, lo he ahorrado para ti. El no se cortó un pelo y le cogió la libreta de ahorros. No le dio ni las gracias, para qué, era suyo.
Una profunda depresión se apoderó de Lucía, aunque trató de seguir con su vida, su aperreada vida. Una intensa tristeza se reflejaba en su semblante, todos se dieron cuenta de ello, excepto Andrés, que ni se percató.
Una tarde llegó muy excitado y se puso a recoger todas sus cosas. -¿Dónde vas?, -le preguntó la madre intrigada-. –Me voy mamá. Tengo una buena oferta de trabajo en Barcelona y, me voy.
-Pero así, ¿sin pensarlo ni hablarlo? –repuso Lucía-.
-Sí, tengo que aprovechar esta oportunidad –le contestó fríamente su hijo-.
Le miraba atónita, no daba crédito a lo que oía. Se preguntaba que significaría ella para él.
El muchacho tardó poco en hacer sus maletas. Lucía seguía sus pasos como sonámbula.
Cuando estuvo listo, le dijo: bueno, ya me voy. Ya tendrás noticias mías.
Ella iba detrás, alelada. Le acompañó hasta la calle.
-¿Y ese coche? -le preguntó la madre-.
-Me lo he comprado con el dinero de la cartilla de ahorros.
-Adiós, tengo prisa -le dijo-.
Subió al coche, lo arrancó y, sin más, se marchó.
Esa misma noche llamaron a Lucía, su hijo había tenido un terrible y fatal accidente. No había muerto, pero había resultado muy mal herido. Como consecuencia de una brutal colisión había quedado parapléjico y, no sabían si se iba a poder recuperar.
A Lucía le pagaron una considerable cantidad de dinero como indemnización por el accidente. La investigación demostró que le había embestido un vehículo que circulaba a mucha velocidad. El conductor iba borracho y, se había empotrado contra él sin que nada ni nadie hubieran podido evitarlo. La fuerte suma cobrada le iba a permitir a Lucía resolver todos sus problemas económicos de por vida y, sufragaría con creces la costosa asistencia médica que el joven necesitaba. Su hijo estaba ingresado en un centro especializado, considerado como el mejor. Ella iba a visitarle todos los días, le daba ánimos y seguía con una fe inquebrantable todos los procesos y tratamientos de su rehabilitación.
Aunque parezca increíble fueron los días más felices de su vida. Su hijo la esperaba impaciente y le agradecía sinceramente su cariño y dedicación. Había aprendido una dura pero necesaria lección. Pese a que su cuerpo había quedado maltrecho, su alma había crecido infinitamente. La humildad le había hecho grande y le había humanizado sobremanera. Ahora valoraba a su madre y apreciaba todo lo que le había dado y todo lo que le quedaba por dar. Y, él pensaba corresponderla y compensarla. Quería darle centuplicado todo el cariño y el amor que durante tantos años le había negado y, que ella tanto se merecía.
Lucía no perdía la esperanza de la total recuperación de su hijo. Además, Andrés era muy joven y ponía todo su empeño. Ella era una luchadora nata y no se iba a rendir ahora… Todo tiene remedio menos la muerte –se repetía.
Ahora estamos juntos y somos fuertes, eso es lo único que importa.
12 mayo, 2015
Ana María Pantoja Blanco
Una amarga lección que hizo a su hijo valorar todo su sacrificio.
Gracias amigo, un saludo.
Lección quizás demasiadas veces repetidas en estos tiempos que corren. Lamentable el poco aprecio y consideración que en ocasiones nos merecen los “esfuerzos y desvelos” de otros… sobre todo la de aquellos que casi nada tuvieron y que, aún así, todo lo regalaron sin esperar nada a cambio.
…. pero el final de esta “Lección” es positivo y esperanzador, como lo que tu eres ANA!! 😘
Muchas gracias Daniel por seguirme y por tus comentarios… un abrazo.