Al caer la tarde estaba sola, con la sensibilidad a flor de piel.
Escuchaba música, su música. Esa música para ella imprescindible que la trasladaba a otros tiempos en que tan feliz fue, en la plenitud de su vida.
Los recuerdos se le agolpaban como queriendo salir a respirar un poco. Sonreía, sus pasadas experiencias flotaban en el ambiente.
La música era su pasaporte, su salvoconducto, su máquina del tiempo. Había decidido concederse una licencia para encontrarse consigo misma, tal como era, sin tapujos, enfrentándose a sus reprimidos y auténticos sentimientos.
Optó por ir a buscar su viejo álbum, guardado durante años en el letargo de un recóndito escondite. En él se hallaban repartidas las clandestinas fotos de su eterno secreto amor. El álbum reunía las pruebas de las vivencias más felices de su pasada juventud, era la única felicidad que había conocido. Indicios y evidencias de un amor, el verdadero, cuyo recuerdo bastaba para excitar su ánimo.
Tras sacar un oculto cajón, camuflado dentro de su armario, que contenía sus cosas más íntimas, allí estaba guardado en el fondo del hueco, exactamente donde antaño lo había dejado. Lo sacó con cuidado, sopló delicadamente el polvo que lo recubría, aunque no pudo evitar que una rosa seca, allí cautiva, resbalase por las amarillentas hojas cayendo al suelo. Con qué mimo la recogió, casi acariciándola, era tan frágil como su voluntad ahora. Cuánto significaba para ella esa reliquia muerta, testigo de un amor que perduraba intemporal, perenne, haciéndola sentirse viva todavía dentro de un cuerpo cansado y marchito.
Colocó la rosa en la mesita que estaba junto a ella, muy cerca, liberándola por un momento de su perpetuo encierro. Abrió el álbum despacio, sin prisas, como queriendo saborear poco a poco su contenido, emulando a quien se deleita con un exquisito manjar. En la primera hoja, como preludio de un romance, figuraba escrita una frase. Breve, pero de infinito contenido. Anónima, pero escrita por un corazón profundamente enamorado: “Por favor, ámame poco que quiero que me ames mucho tiempo”.
Su lectura la volvió a estremecer. Aún, pasados los años, seguía conmoviéndose ante estas palabras que hacían blanco certero en su corazón. Aprendidas de memoria y, conscientemente olvidadas. ¿Por qué le seguía queriendo?, incluso sin saber si todavía formaría parte del implacable mundo real que tantas cosas le había arrebatado.
Una lágrima se le escapó, no pudo contenerla, las había retenido durante tantos años que ya estaba bien de tenerlas encerradas en su obligado cautiverio. Llorar la liberaba. Lloraba por el amor desperdiciado, lloraba por esas palabras que habían sentenciado su existencia. Amó poco porque amó en el secreto. Amando así el amor perdura, es como un valioso perfume que quieres conservar, del que disfrutas poco a poco, dosificándolo gota a gota. Un amor así concebido se mantiene inalterable, se perpetúa. Ella había mitificado al hombre amado que aparecía ante sus ojos como un ser sobrenatural. Quizás eso había sido lo mejor de su historia, el haber sido una historia inacabada, de deseo y de pasión inagotables.
Vaciló un instante, respirando hondo, antes de proseguir en su emocionante encuentro con el pasado, antes de seguir buceando dentro de las profundidades de las escasas imágenes que conservaba, intentando buscar el preciado tesoro donde se contenían sus auténticos sentimientos.
Y allí estaba él, reflejada su imagen en trozos de papel. Allí estaba él, suspendido en el tiempo, joven e inalterable, desafiante como él era. Recordaba sus ojos, su franca mirada, sus labios, sus besos. Él lo hubiera sacrificado todo por ella.
Ella se había conformado con sus besos secretos, con su amor encubierto. Jamás tuvo el valor suficiente para abandonarlo todo y entregarse completamente a él, renegando del resto de la humanidad que nunca les habría comprendido.
Ya de nada servía lamentarse, ahora sólo quería estar a solas con sus recuerdos y desechar de su cabeza los inevitables pensamientos que siempre la torturaban, la sensación permanente de no haber sabido luchar para conquistar su felicidad.
Agitó su cabeza intentando sacudirse ese pesar del que nunca se había conseguido librar.
La música se había terminado, el encantamiento se difuminaba. Se levantó a elegir otro de sus discos favoritos para prolongar el hechizo que la mantenía sumergida en un éxtasis de recuerdos.
No estaba todo perdido, aún le era fácil ligarse a ese cordón umbilical que la conectaba con él, con la vida, alimentando su ilusión.
Repasaba y examinaba cada fotografía. En la mayoría aparecía junto a él. Se recreaba contemplando las estáticas escenas que la conducían a pasadas vivencias inolvidables, allí inmortalizadas. Cuánto había querido a ese hombre. ¿Dónde estaría ahora?…
Él tuvo que marcharse solo, peligraba su vida. Eran tiempos difíciles, la guerra civil lo aniquilaba todo. Familias enteras destrozadas, hermanos traicionados. El odio y la venganza reinaban por doquier.
Ella no fue capaz de acompañarle. Pertenecían a clases sociales distintas con ideas políticas distintas, aunque estaban unidos por un amor afín al que ella puso obstáculos, obstáculos que incluso el tiempo y la distancia nunca lograron apartar.
A veces, le gustaba imaginar que él había sido feliz, eso la llenaba de alegría. No quería pensar ni por un momento que hubiera podido morir, así, sin más, sin ella saberlo, lo habría intuido.
Se había pasado la vida esperándole, en una espera sin esperanzas. Vivía en la casa en la que siempre había vivido, allí estaba siempre, invariablemente para él. Él que nunca volvió a buscarla porque nunca ella así se lo pidió.
Pero no importaba, allí estaría paciente hasta que Dios quisiera, sobreviviendo gracias a sus recuerdos.
Un desconocido sentimiento de rebeldía despertó en ella en ese preciso instante. Ya se había sacrificado bastante, no le debía nada a nadie, había pagado un alto precio. Ahora ya era vieja y estaba ajada por el tiempo, pero poseía un corazón nuevo de tan poco usarlo que reservaba para él intacto, por si algún día se decidía a venir a rescatarlo de su destierro.
Así pasó la velada, consigo misma, sintiéndose satisfecha por haberle abierto las puertas a su reprimida intimidad, su ansiada intimidad.
Aquella noche descansó sin sobresaltos, tranquila y sosegada. Y tuvo un sueño, un hermoso sueño, otro bonito recuerdo para atesorar.
Se sentía bien, abrió la ventana y un flamante amanecer le dio los buenos días. Las lágrimas le brotaron de nuevo ansiosas, la emoción la embargó, se sentía viva. Había decidido ir a buscarle… acortaba distancias, se fundía con su amor.
25 abril, 2017
Ana María Pantoja Blanco
Jopeta!!!! Es precioso pero muy triste. Por qué ciertas personas intuyen su final de esa manera y consiguen su propósito? Por qué pasa tantas veces que no te atreves a elegir lo que más quieres por los convencionalismos y te arrepientes toda la vida? Por qué la pasas añorando lo que nunca ocurrió porque te faltó el coraje?. Como historia queda muy romántica, pero la realidad es que hay muchas vidas desperdiciadas por no atreverse……
Yo creo que, sobre todo por amor, hay que atreverse siempre para no pasar el resto de la vida lamentándonos. Aunque, a veces, es muy difícil decidir que cosas dejar atrás porque somos humanos y eso hace que nos equivoquemos tan a menudo. Muchas gracias amiga.
Bien pudiera ser que esta historia haya sido verdad, cuantas parejas habrá que se hayan separado por motivo de una guerra?
Supongo que muchísimas, las guerras son terribles y no sólo matan, también destrozan vidas.
La nostalgia de un amor le mantiene inalterable, cuánta razón. Si se hace palpable, se acaba la magia. ¿Por qué será…?