El reflejo del tiempo

Elena, una mujer madura de plateados cabellos, vivía en una magnífica casa de la Costa Brava. La propiedad contaba con una hermosa piscina y un amplio jardín exuberante de vegetación. La mansión estaba ubicada en un entorno privilegiado lleno de pinos que lindaba con un imponente acantilado, cerca de un pintoresco pueblo.

La piscina, rodeada de flores y recuerdos, era su lugar favorito. Al caer la tarde, escuchando sus temas favoritos, le gustaba sumergirse en el agua cristalina oyendo de fondo su estimada música, temas clásicos que la trasladaban a otros tiempos pretéritos y añorados.

Las canciones sonaban y ella sentía que se transformaba en esa preciosa joven que un día fue, viajera e intrépida, de cabello largo y dorado, con todos los sentidos preparados y rebosantes de energía.

Cuando se sumergía, sus sueños cobraban vida resurgiendo los recuerdos del pasado. Revivía sus viajes, intensamente excitantes y ricos de experiencias, siempre con gran capacidad de observación y su cámara al hombro.

Elena era una fotógrafa muy reconocida que había recorrido el mundo entero trayendo testimonios extraordinarios, magníficos reportajes por los que había obtenido multitud de prestigiosos premios.

Y, cuántos amores esporádicos, intensas historias que nunca llegaron a consolidarse. Ella era una mujer fascinante y encantadora, no solo por su belleza sino también por su forma de comportarse, su animada conversación y su sentido del humor, aptitudes todas que la hacían irresistible.

Su profesión, tan liberal e independiente, no le permitió que arraigase un amor que se mantuviera en el tiempo, o quizás fue que no lo quiso porque estaba consagrada a su trabajo. Le encantaba ser libre, vivir a tope y no comprometerse con nadie para estar abierta en canal a toda clase de vivencias y emociones.

Su vida era plena y apasionante hasta que un día, desplazada a Siria para cubrir un reportaje, una bala perdida la alcanzó dejándola fuera de juego durante varios meses.

Aunque despacio, llegó a recuperarse por completo. En ese momento, rozando ya los sesenta años, pensó que había llegado la hora de plantearse dejar su arriesgada carrera para dedicarse a trabajos más tranquilos que le permitieran llevar una vida más sencilla y menos peligrosa.

Con todo lo que había ganado en tantos años de profesión y que no había tenido tiempo de invertir, se compró la maravillosa residencia en la que ahora vivía. En un primer momento se trasladó allí con su padre, con el que estaba muy unida, para recuperar el tiempo perdido y disfrutar de su compañía. Pero, lamentablemente, el hombre falleció a los dos años después de una larga lucha víctima del cáncer, como tantos otros.

Desde entonces vivía sola, por su fidelidad a su vocación no se había casado, ni tenía hijos, ni un compañero con quien pasar el resto de su vida. Y ahora, en algún momento, lo lamentaba.

Su familia se limitaba a un hermano que vivía en Estados Unidos al que, por la distancia, veía esporádicamente. Él era un brillante investigador al igual que su esposa, y los dos ejercían en la prestigiosa Universidad de Columbia, en Nueva York, dónde habían hecho su vida. Tenía también tres sobrinos ya mayores a los que apenas conocía, dos chicos y una chica que llevaba su nombre como deferencia a ella. Elena los visitaba en algunas Navidades y ellos en ocasionales vacaciones que pasaban en España.

Por eso, le gustaba apartarse de la realidad sumergiéndose en la piscina, su íntimo refugio donde rememoraba sus recuerdos y se liberaba por un momento de la inmensa soledad que le acechaba.

Eso sí, cuando salía del agua y se miraba al espejo, una gran decepción la devolvía a la cruda certeza, ya no era esa joven rebosante de vida, era una mujer madura entrando en la vejez y, por qué no decirlo, una frágil persona que se sentía muy sola, esa era su verdadera situación.

Un día, cuando se desplazaba al mercado en su viejo jeep para abastecerse de todo lo imprescindible para la semana, después de hacer acopio de los víveres que necesitaba, como de costumbre, le gustaba sentarse en un viejo café desde donde podía contemplar y disfrutar del mar.

Qué inmenso y hermoso era, tan inabarcable como sus recuerdos y tan impresionante como lo había sido su vida. Y cuánta paz le daba…

De pronto, sintió como alguien la llamaba: Elena, ¿eres tú? No me lo puedo creer, qué sorpresa tan agradable, llevo años sin saber nada de ti.

Madre mía, Javier, ¿eres tú?

Sí, ando por aquí buscando una casa para retirarme. Ya estoy harto de recorrer el mundo, necesito volver a mi Itaca y encontrar un lugar para descansar. Este es el pueblo de mis abuelos donde pasé de niño los veranos más felices de mi vida y que nunca he podido olvidar.

Y, ¿tú?… ¿Qué haces por aquí, estás trabajando?

No, yo vivo aquí, a las afueras del pueblo tengo mi casa, tienes que venir algún día a conocerla. Y ya apenas trabajo, solo por afición, y cuando el tema me seduce a veces lo mando a la editorial por sí les interesa publicarlo y eso es todo. Se podría decir que estoy jubilada.

Javier fue compañero de Elena en varias de sus misiones, también era cámara y reportero de los buenos. Y se llevaban bien, congeniaban a la perfección cuando trabajaban juntos, formaban un gran equipo.

Hacía cinco años que se había quedado viudo. Tenía una hija y dos nietos que no veía muy a menudo pues ella se había casado con un japonés y vivían en Osaka, un lugar algo lejano para ir a menudo, aunque se llevaban muy bien.

Ahora Javier era escritor, se estaba dedicando a recopilar sus vivencias en una novela donde, sin duda, en algún momento ella estaría presente. Y estaba decidido a publicarla, editores interesados no le faltaban pues se prometía de lo más interesante.

Elena y Javier tenían muchas cosas en común y muchos recuerdos compartidos para rememorar ahora con más sosiego y diferentes perspectivas. Parece que el destino le había enviado al compañero perfecto, que aún sin ser consciente añoraba y él también estaba solo, en esta etapa de la vida tan bonita como cualquier otra si se aborda con ilusión.

Se conocían, se admiraban y se querían a su manera, ese era trabajo adelantado para consolidar su relación. Fue muy fácil volver a congeniar, con la mayor tranquilidad se iban revelando todos sus anhelos, miedos y deseos.

Un día, paseando juntos por la playa, ella buscó su mano como por instinto, esperando su resguardo y protección. Él se la brindó firme, con esa estabilidad y solidez que las mujeres tanto necesitamos para aferrarnos a un proyecto de vida. Los dos notaron una mutua conexión que les electrizó, desde ese momento supieron que ya no se iban a separar.

Nunca es tarde para el amor. Entre risas y susurros estaban forjando un mundo nuevo donde sus sueños eran tan reales como la realidad misma, estaban creando una vida en común tan rica y envidiable como lo fueron sus vidas anteriores, sin dejar que el futuro les intimidase.

Se lo merecían, sus ojos ahora estaban llenos de esperanza y su mañana de proyectos, a Elena y a Javier todavía les quedaban muchas páginas por escribir.

25 septiembre, 2024
Ana María Pantoja Blanco

 

3 comentarios en «El reflejo del tiempo»

  1. Preciosa historia de amor. Andamos tan ocupados en nuestra vida que se nos va el amor. Para Elena Dios tenía un mejor plan, unirla al que sería el amor de su vida, el que transformaría su soledad en alegría. Muy buena descripción de la historia, sería un buen tema para una película de acción y romance. Muy bien escrito 👍

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