Tren nocturno, itinerario Madrid-Coruña, huelga a partir de media noche. Sin comunicación con los viajeros, ni almohadas, ni bebidas, ni cine, ni música. Nada ameniza el trayecto, la única distracción que tuvimos fue observar al autosuficiente. Ahora lo cuento como una divertida anécdota, pero este irritante personaje hizo que nuestro viaje fuera insoportable.
El autosuficiente era un joven alto y grandote que viajaba sentado en la fila de la izquierda del vagón, la que sólo lleva una hilera de asientos. A su lado, a modo de asistente privado, reposaba una enorme bolsa de deportes, hinchada como una salchicha gigante, de donde extraía todo aquello que os podáis imaginar. Primero, sacó su teléfono móvil e hizo unas cuantas llamadas que compartimos todos los viajeros. Después, sacó un mugriento periódico y un usado librito de pasatiempos, así como un boli, cuya maltrecha capucha no paraba de mordisquear. A continuación, extrajo unos auriculares que, gracias a Dios, enchufó al discman que también llevaba. Y, por último, sacó una deformada botella de agua de plástico de dos litros de la que no se cortaba de sorber a cada rato.
De pronto debió picarle el gusanillo y, de la superlativa salchicha, sacó un gran bocadillo. Del papel de aluminio que parecía superviviente de otras guerras, emanó un desagradable hedor a tortilla de cebolla reconcentrado por la falta de ventilación. Se lo despachó en un momento. No satisfecho aún, rebuscó en la bolsa y encontró otro bocata, esta vez de chorizo grasiento como, de la misma manera, pudimos deducir por su desagradable olor. Guardó el usado aluminio de los dos tentempiés, imagino con el fin de volver a reutilizarlo, cogiendo entonces un renegrido manojo de plátanos del que arrancó y se comió dos. Después llegaron las galletas, el termo del cola-cao y, por supuesto, las pipas. Nunca terminaba nuestro insufrible e insaciable amigo y todos los desperdicios a la bolsa de nuevo que debía tener allí cobijadas hasta ratas. Un repulsivo palillo de dientes que trituró con la boca hasta romperlo, parece que terminó la faena.
Ahora tenía que ir al lavabo, era previsible después de tanta guarrería. Tardó bastante, debió aligerarse a conciencia después de tan exhasperante y largo ritual. Imagino a la persona que entró tras él en el lavabo, lo más seguro es que se desplomara al instante no sobreviviendo para contarlo.
Cuando casi habíamos conseguido olvidarle, regresó a su asiento. No paró de moverse y removerse, supongo que daba tantas vueltas buscando una buena postura para dormir. –¡Oh no, las deportivas no!, ¿no será capaz?… Lo fue.
Casi todos los pasajeros quedamos anestesiados y casi en coma, por la terrible peste que emanaba de las sucias e inmensas albarcas que llevaba. No todavía conforme, extrajo del salchichonazo un deslustrado y pringoso anorak de un color verde horrible que enrolló malamente para utilizarlo como almohada.
Al fin pareció acomodarse… No tardó en quedarse dormido o, al menos, eso aparentaba por su acompasada respiración y suaves ronquidos. Las luces del tren ya estaban bajas, ese fue el único detalle que tuvieron en compañía ferroviaria, aunque sospecho que casi seguro estaban programadas automáticamente. En mi enfermiza obsesión, yo ya no conseguía leer “preferente” sino “autosuficiente. Y, lo peor, no había nadie a quien quejarse para que le metiera dos tiros.
Cuando creíamos que había llegado la tranquilidad al vagón, se oyó una prolongada y sonora ventosidad semejante a un acentuado redoble de tambor proveniente de su rincón, seguido de una peste dolorosa que nos hizo desfallecer a todos. Un pasajero desesperado gritó: ¡Lo que faltaba, es el colmo!, y salió disparado saltando de su asiento a tirarse por la ventanilla, -supongo-.
Aquel inolvidable día todos sufrimos la huelga y al autosuficiente, aunque creo que a él esta contrariedad no le afectó en absoluto.
27 junio, 2013
Ana María Pantoja Blanco
Tendrían que facilitar en los trenes mascarillas antiolores para casos como ese. Está descrito con mucho realismo. Menos mal que ese comportamiento no es habitual.