Hubo una vez dos niños de una inteligencia y capacidad increíbles. Desde pequeños demostraron grandes habilidades, superando ampliamente a cuantos les rodeaban. También desde pequeños ambos se dieron cuenta de ello, y albergaban internamente el deseo de que en un futuro todos reconociesen su valía.
Los dos, sin embargo, crecían de forma distinta. El primero utilizó toda su habilidad e inteligencia para desarrollar una carrera meteórica y mostrar a todos su superioridad: participaba y vencía en todo tipo de concursos, frecuentaba todas las personas y lugares importantes y era magnífico haciendo amigos entre la gente influyente. Aún era muy joven cuando ya nadie dudaba de que algún día sería la persona más sabia e importante del país.
El segundo, sabedor también de sus capacidades, no dejaba de sentir una gran responsabilidad. Hacía casi cualquier cosa mejor que quienes le rodeaban, y se sentía obligado a ayudarles, así que apenas podía dedicar tiempo a sus sueños de grandeza, tan ocupado como estaba siempre buscando soluciones y estudiando nuevas formas de arreglarlo todo. Así que era una persona querida y famosa, pero sólo en su pequeña comarca.
Quiso el destino que una gran tragedia azotara aquel país, llenándolo de problemas y miseria. El primero de aquellos brillantes jóvenes nunca se había visto en una situación así, pero sus brillantes ideas se aplicaron con éxito en todo el país y consiguieron paliar un poco la situación. En cambio, el segundo, acostumbrado a resolver todo tipo de problemas, y con unos conocimientos muy superiores, consiguió que en su región apenas se notara aquella tragedia. Ante aquel ejemplo tan admirable, en todas partes adoptaron sus soluciones, y su fama de hombre bueno y sabio se extendió aún más que la del primero, llegando pronto a ser propuesto y elegido para gobernar el país.
El primero de aquellos grandes hombres de increíble inteligencia comprendió entonces que la mejor fama y sabiduría es la que nace de las propias cosas que hacemos en la vida, de su impacto en los demás y de la exigencia por superarnos cada día. Cuentan que nunca más participó en concurso alguno ni volvió a hacer demostraciones vacías, y que desde entonces siempre iba acompañado por sus libros, dispuesto a echar una mano a todos.
Pedro Pablo Sacristán
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