Aquella tarde Lucía se había arreglado con sumo cuidado, tenía una cita. Aunque no se maquillaba demasiado, era muy guapa y sabía cómo resaltar y sacar el máximo partido a su belleza.
Estrenaba vestido. Un entallado y sexi vestido negro, con generoso escote de pico que destacaba sobremanera sus abundantes y pronunciadas curvas. Se trataba de esa clase de vestidos que jamás se había atrevido a llevar, demasiado insinuantes para su recatada timidez de la que había decidido deshacerse cuanto antes pues nunca le había dado ninguna satisfacción. Estaba a punto de entrar en la plena madurez, ya casi rozaba los cincuenta y, sí no era osada ahora, ya jamás lo sería. No quería quedarse con las ganas de ponerse un vestido con el que se sintiera irresistible y ser, por una vez, una persona diferente. Era un extraño capricho que quería darse. El traje le sentaba fenomenal y el negro estilizaba bastante su figura.
Estrenaba peinado. Su pelo cortado en una media melena capeada le daba un aspecto mucho más juvenil. También le aclararon su color negro opaco con unas difuminadas y brillantes mechas castaño que le proporcionaban un atractivo especial, pues armonizaban perfectamente con el color de su piel y el tono caramelo de sus ojos. Su maquillaje era perfecto, la habían asesorado muy bien, y los labios perfilados con un carmín granate la favorecían mucho. Por último, se había calzado unos preciosos zapatos de tacón alto. El resultado final era excelente, se gustaba bastante. No parecía la misma mujer de siempre, tenía un aspecto mucho más rejuvenecido y se sentía arrebatadora. Sin duda, destacaba, no pasaría desapercibida como le había pasado siempre. Y, como retoque final, un exquisito perfume francés la envolvía en una atmósfera de seducción que la sumergía en otro mundo en el que nunca se había atrevido a entrar.
Era ya casi la hora, su cita era a las siete. Se contempló por última vez en el espejo y le agradó lo que vio. Complacida con el resultado, cogió el bolso y salió animada a buscar un taxi. Saludó al portero, no la reconoció en ese momento, aunque sí su voz. El alucinado conserje tuvo que echar un doble vistazo para confirmar que se trataba de Doña Lucía. Al devolverle el saludo se quedó pasmado: – ¡Vaya cambio!, parece otra… ¿adónde irá?
Lucía, a su paso, dejó esparcida por el amplio portal la fragancia de su exquisito perfume que permaneció todavía inalterable durante algunos minutos. Cogió un taxi y se dirigió al centro de la ciudad. Había quedado en un pub de moda, de los que va la gente que alterna por las noches, uno de esos que ella nunca frecuentó. La verdad es que Lucía estaba bastante impresionante, su elevada estatura, los altos tacones y el vestido negro, le daban un aspecto muy distinguido e interesante, llamaba la atención.
El local era bonito. Su iluminación tenue y acogedora la cegó un poco al entrar, pero enseguida localizó al hombre con quien había quedado. Estaba en la barra, sentado en un taburete, vestido tal y como dijo que iría, lo reconoció enseguida. Llevaba una preciosa camisa azul añil que le sentaba de maravilla y unos ajustados tejanos negros.
– ¿Eres René?, -le preguntó-. Sí, y tú Lucía, ¿verdad? Ella asintió con la cabeza, dedicándole una hermosa sonrisa. René tenía un meloso acento y una mirada penetrante. -Estaba impaciente por conocerte, -le dijo él-, admirando su persona. Eres muy guapa, mucho más de lo que había imaginado.
René era bastante más joven que ella, mestizo, aunque no lo parecía, y tenía unos impresionantes ojos azules. El precioso color de su piel resaltaba junto al color intenso de su camisa. Su cuerpo era perfecto, muy alto, y con unas manos grandes y estilizadas. Hacía gala de una exquisita educación y sabía como tratar a una mujer.
-Llevas un vestido precioso, -reconoció él-. Gracias, -repuso Lucía-. Le apetecía gustarle, ya que a ella él le había causado una excelente impresión. Agradecía los halagos, no le habían dedicado muchos piropos últimamente, tampoco anteriormente -para qué nos vamos a engañar-, pero él no escatimaba en requiebros, sabía cómo regalarle el oído.
Estuvieron hablando tranquilamente, sin prisas. No se conocían, pero se agradaban mutuamente. La velada se prometía muy interesante. Una vez tomaron la primera copa y fumaron un par de cigarrillos, Lucía, que no estaba acostumbrada en absoluto a mantener ninguna relación con extraños, se sintió mejor, mucho más relajada. En un par de horas ya habían conseguido tener una cierta confianza, estaban a gusto juntos. Bueno, ¿habrá que cenar? -propuso él-. Podría llevarte a un restaurante muy íntimo donde la comida es excelente ¿Te apetece? -Sí, confío en ti. Quiero disfrutar a tope esta noche y tengo mucho apetito. Adelante, tu eres el experto.
La cena fue exquisita y la compañía de lo más amena. René era muy simpático y tenía muchos recursos y argumentos para entretener a Lucía, además, su conversación era inteligente. Ya habían desaparecido las tensiones entre los dos. Brindaron con champán y el empezó a practicar el emocionante juego de la seducción con la mayor delicadeza. Lucía se sentía encantada, halagada y muy femenina. René era un perfecto galán y ella se encontraba bien, segura y atractiva.
-¿Quieres ir ahora a bailar?, -le preguntó René-. -Claro, ¿por qué no? -repuso Lucía divertida-. -Conozco un local caribeño con un ambiente estupendo. ¿Te atreves? -Hoy me atrevo a todo, -le desafió Lucía-.
Subieron al jaguar amarillo de René. Enseguida puso música para entrar en ambiente. El champán empezaba a hacerle efecto a Lucía que se sentía de lo más desinhibida. -Así me gusta verte, alegre, quiero que disfrutes plenamente esta noche porque es nuestra noche, –la animaba René satisfecho-.
Llegaron al ruidoso lugar, era auténtico, como él lo había descrito. El local estaba muy animado, como también efectivamente le anticipó. El personal saludó efusivamente a René, debía ser un asiduo cliente. Les acomodaron en una mesa, la que ella eligió, cerca de la pista de baile que era un verdadero espectáculo de parejas desmelenadas bailando salsa. El desmadre “dancero” se contagiaba. Un par de mulatas muy llamativas se contorsionaban con un ritmo escalofriante. René cogió a Lucía de la mano y la soltó en esa jungla de euforia colectiva. Ella empezó a moverse, primero torpemente, después con mayor soltura. Empezó a fijarse discretamente en las mulatas y a imitarlas. Aprendió rápido y no se quedaba atrás, era una excelente alumna. Había descubierto que tenía un magnífico sentido del ritmo, al parecer innato y en tantos años inexplorado. Empezó a sentirse cada vez más ligera, transportada. La música la embriagaba, al igual que la febril atmósfera.
René y Lucía estuvieron bailando hasta casi desfallecer. Ver bailar a René también era un espectáculo: su figura esbelta, varonil, precisa; sus movimientos ágiles, sensuales y calculados. Lo llevaba en la sangre, se movía como nadie. Cada meneo suyo era una provocación para Lucía que se aplicaba en seguir sus pasos. La música la enajenaba, se entregaba cada vez más, iba a ser la noche más loca de su vida.
Por fin se sentaron. Descansaron un momento y luego se miraron complacidos, lo estaban pasando fenomenal. René bromeaba y Lucía no paraba de reír. De pronto ella le acarició la mejilla y él la besó apasionadamente. -Eres muy guapo, ¿lo sabías verdad?, -le dijo insinuante Lucía-. –Y tú eres una mujer maravillosa, -afirmó él-. La temperatura entre los dos se elevaba por momentos. -Vamos a mi casa, -le pidió Lucía- No quería esperar más, tenía ganas de él, le deseaba con todas sus fuerzas.
Estuvieron todo el resto de la noche amándose. Con el alba, se quedaron profundamente dormidos. Lucía estaba relajada, complacida, él la había satisfecho superando todas sus expectativas. René también respiraba tranquilo y orgulloso.
Bien entrada ya la mañana, tocando el mediodía, René despertó delicadamente a Lucía: -Mi amor, -le dijo en un susurro-, tengo que marcharme ya. -¿Tan pronto? -repuso ella-, apurando un último beso.
Lucía se levantó y fue a buscar un sobre que tenía guardado en el escritorio del salón, después se lo entregó a René. -¿Lo has pasado bien?, -le preguntó él-. -Ha sido una noche perfecta, -respondió Lucía-.
-Bueno, tengo que irme. Sí me necesitas, ya sabes dónde encontrarme. Basta con que me des un telefonazo, –le dijo él-. Ella le acompañó hasta la puerta y le despidió con un beso en la mejilla. Luego suspiró y se acostó de nuevo, acurrucándose entre las cálidas sábanas que aún guardaban la sensualidad de la certeza pasada. No tenía prisa, aún quería prolongar un poco más esa maravillosa sensación de total libertad, la evocación de haber disfrutado de lo prohibido, de lo que nunca hasta ese momento se había atrevido a hacer.
Volvió a suspirar satisfecha, había sido la mejor inversión de su vida.
10 septiembre, 2012
Ana María Pantoja Blanco
Vaya con René, es un crack. Podrías darme su teléfono? 😚
Bonito cuento, magníficamente narrado, dando calidez y fuerza de enganche a la sensibilidad, la delicadeza y la ternura. Gracias Ana. Una bonita historia de dos seres humanos que se encuentran para compartir cada uno sus necesidades.